sábado, 20 de febrero de 2016

Maurice Blanchot

Maurice Blanchot nació el 22 de septiembre de 1907, y murió el 20 de febrero de 2003. Escritor, crítico literario y filósofo, fue cercano a Levinas, Bataille y a Derrida. Copio a continuación un fragmento de su obra De Kafka a Kafka. 

De Kafka a Kafka (fragmento) de Maurice Blanchot

Los principales relatos de Kafka son fragmentos, el conjunto de la obra es un fragmento. Esta carencia podría explicar la incertidumbre que hace inestables, sin cambiar su dirección, la forma y el contenido de su lectura. Pero esta carencia no es accidental. Se halla incorporada en el sentido mismo que mutila; coincide con la representación de una ausencia que ni se tolera ni se rechaza. Las páginas que leemos poseen la plenitud más extrema, anuncian una obra a la que nada falta y, por otra parte, tocia la obra está dada en esos desarrollos minuciosos que se interrumpen bruscamente, como si ya no hubiera nada que decir. Nada les falta, ni siquiera esa carencia que es su objeto: no es ninguna laguna, es el signo de una imposibilidad que está presente por doquier, sin que se admita jamás: imposibilidad de la existencia común, imposibilidad de la soledad, imposibilidad de atenerse a estas imposibilidades.
Lo que hace angustioso nuestro esfuerzo por leer no es la coexistencia de interpretaciones diferentes; es, para cada tema, la posibilidad misteriosa de aparecer ora con un sentido negativo, ora con uno positivo. Este mundo es un mundo de esperanza y un mundo condenado, un universo cerrado para siempre y un universo infinito, el de la injusticia y el de la culpa. Lo que él mismo dice del conocimiento religioso: «El conocimiento es a la vez grado que conduce a la vida eterna y obstáculo puesto ante esa vida», debe decirse de su obra: todo en ella es obstáculo, pero todo en ella también puede ser grado. Pocos textos son más sombríos y, sin embargo, incluso aquellos cuyo desenlace deja sin esperanza quedan prontos a invertirse para expresar una posibilidad última, un triunfo ignorado, el brillo de una pretensión inalcanzable. A fuerza de ahondar lo negativo, Kafka le concede una oportunidad de ser positivo, sólo una oportunidad, una oportunidad que nunca llega a realizarse por entero y a través de la cual no deja de traslucirse su opuesto.
Toda la obra de Kafka está en pos de una afirmación que quisiera conquistar mediante la negación, afirmación que, desde que se perfila, se sustrae, parece mentira y así se excluye de la afirmación, haciendo de nuevo posible la afirmación.

viernes, 19 de febrero de 2016

René Char

René Char falleció en París, Francia, el 19 de febrero de 1988. A continuación, su poema Remanencia, en la traducción de Jorge Reichmann.


Remanencia de René Char


¿Qué te hace sufrir?
Como si se despertara en la casa sin ruido el ascendiente de un rostro al que parecía haber fijado un agrio espejo.
Como si, bajadas la alta lámpara y su resplandor encima de un plato ciego, levantaras hacia tu garganta oprimida la mesa antigua con sus frutos.
Como si revivieras tus fugas entre la bruma matinal al encuentro de la rebelión tan querida, que supo socorrerte y alzarte mejor que cualquier ternura.
Como si condenases, mientras tu amor está dormido, el pórtico soberano y el camino que lleva a él.
¿Qué te hace sufrir?
Lo irreal intacto en lo real devastado.
Sus rodeos aventurados cercados de llamadas y de sangre.
Lo que fue elegido y no fue tocado,
la orilla del salto hasta la ribera alcanzada,
el presente irreflexivo que desaparece.
Una estrella que se ha acercado, la muy loca, y va a morir antes que yo.

jueves, 18 de febrero de 2016

Leopoldo Lugones

El 18 de febrero de 1938, en Tigre, Buenos Aires, Argentina, Leopoldo Lugones ingirió un coctel de whisky y cianuro que terminó con su vida. Copio a continuación su poema La blanca soledad.

La blanca soledad
de Leopoldo Lugones

Bajo la calma del sueño,
calma lunar de luminosa seda,
la noche
como si fuera
el blanco cuerpo del silencio,
dulcemente en la inmensidad se acuesta.
Y desata
su cabellera,
en prodigioso follaje de alamedas.

Nada vive sino el ojo
del reloj en la torre tétrica,
profundizando inútilmente el infinito
como un agujero abierto en la arena.
El infinito.
Rodado por las ruedas
de los relojes,
como un carro que nunca llega.

La luna cava un blanco abismo
de quietud, en cuya cuenca
las cosas son cadáveres
y las sombras viven como ideas.
Y uno se pasma de lo próxima
que está la muerte en la blancura aquella.
De lo bello que es el mundo
poseído por la antigüedad de la luna llena.
Y el ansia tristísima de ser amado,
en el corazón doloroso tiembla.

Hay una ciudad en el aire,
una ciudad casi invisible suspensa,
cuyos vagos perfiles
sobre la clara noche transparentan,
como las rayas de agua en un pliego,
su cristalización poliédrica.
Una ciudad tan lejana,
que angustia con su absurda presencia.

¿Es una ciudad o un buque
en el que fuésemos abandonando la tierra,
callados y felices,
y con tal pureza,
que sólo nuestras almas
en la blancura plenilunar vivieran?...

Y de pronto cruza un vago
estremecimiento por la luz serena.
Las líneas se desvanecen,
la inmensidad cámbiase en blanca piedra
y sólo permanece en la noche aciaga
la certidumbre de tu ausencia.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Gustavo Adolfo Bécquer

Gustavo Adolfo Bécquer nació en Sevilla, España, el 17 de febrero de 1836. Murió en Madrid el 22 de diciembre de 1870. Poeta fundamental para el posterior desarrollo de las letras hispánicas. A continuación copio tres de sus más conocidas Rimas.

26

Tú eras el huracán y yo la alta
torre que desafía su poder:
¡tenías que estrellarte o que abatirme!...
¡No pudo ser!

Tú eras el océano y yo la enhiesta 
roca que firme aguarda su vaivén:
¡tenías que romperte o que arrancarme!... 

¡No pudo ser!

Hermosa tú, yo altivo: acostumbrados
uno a arrollar, el otro a no ceder:
la senda estrecha, inevitable el choque...
¡No pudo ser!     




38

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar
y otra vez a la tarde aun más hermosas
sus flores se abrirán.

Pero aquellas cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
ésas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar,
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.

Pero mudo y absorto y de rodillas, 
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido... desengáñate,
nadie así te amará.



 63


Despierta, tiemblo al mirarte;
dormida, me atrevo a verte; 
por eso, alma de mi alma,
yo velo mientras tú duermes.

Despierta ríes, y al reír, tus labios
inquietos me parecen
relámpagos de grana que serpean
sobre un cielo de nieve.

Dormida, los extremos de tu boca 
pliega sonrisa leve, 
suave como el rastro luminoso
que deja un sol que muere.

                  ¡Duerme!

Despierta miras, y al mirar, tus ojos
húmedos resplandecen
como la onda azul en cuya cresta
chispeando el sol hiere.


Al través de tus párpados, dormida, 
tranquilo fulgor vierten,
cual derrama de luz templado rayo
lámpara trasparente. 

¡Duerme!
Despierta hablas, y al hablar, vibrantes
tus palabras parecen
lluvia de perlas que en dorada copa
se derrama a torrentes.


Dormida, en el murmullo de tu aliento
acompasado y tenue,
escucho yo un poema que mi alma
enamorada entiende.

¡Duerme!
Sobre el corazón la mano
me he puesto por que no suene  
su latido y de la noche
turbe la calma solemne. 


De tu balcón las persianas
cerré ya por que no entre
el resplandor enojoso
de la aurora y te despierte.

¡Duerme!


Giosuè Carducci

Giosuè Carducci murió el 16 de febrero de 1907 en Bolonia, Italia. Unos meses antes, en 1906, le había sido concedido el premio Nobel de Literatura. Comparto su poema Mors, primero en su versión original, y a continuación en la traducción de Amando Lázaro.

Mors

Quando a le nostre case la diva severa discende,
da lungi il rombo de la volante s'ode,

e l'ombra de l'ala che gelida gelida avanza
diffonde intorno lugubre silenzïo.

Sotto la venïente ripiegano gli uomini il capo,
ma i sen feminei rompono in aneliti.

Tale de gli alti boschi, se luglio il turbine addensa,
non corre un fremito per le virenti cime:

immobili quasi per brivido gli alberi stanno,
e solo il rivo roco s'ode gemere.

Entra ella, e passa, e tocca; e senza pur volgersi atterra
gli arbusti lieti di lor rame giovani;

miete le bionde spiche, strappa anche i grappoli verdi,
coglie le spose pie, le verginette vaghe

ed i fanciulli: rosei tra l'ala nera ei le braccia
al sole a i giuochi tendono e sorridono.

Ahi tristi case dove tu innanzi a' vólti de' padri,
pallida muta diva, spegni le vite nuove!

Ivi non piú le stanza sonanti di risi e di festa
o di bisbigli, come nidi d'augelli a maggio:

ivi non piú il rumore de gli anni lieti crescenti,
non de gli amor le cure, non d'Imeneo le danze:

invecchian ivi ne l'ombra i superstiti, al rombo
del tuo ritorno teso l'orecchio, o dea.



Mors
traducción de Amando Lázaro

Cuando a nuestros hogares la diosa severa desciende,
se oye de lejos el rumor de sus alas.

La sombra que proyecta cuando gélida, avanza,
difunde en torno lúgubres silencios.

Su cabeza los hombres inclinan cuando ella ha llegado;
los femeninos pechos tiemblan de anhelo.

Así en los altos bosques, cuando julio condensa huracanes,
ni un soplo corre por las verdosas cumbres;

como inmóviles, yertos, deja el escalofrío a los bosques;
sólo se escucha al río que gime ronco.

Entra ella, y pasa, y toca; sin volverse siquiera, derriba
los arbolitos, de su frescor gozosos;

siega la rubia espiga, y arranca también los agraces;
llévase esposas, llévase las doncellas

galanas y los niños; éstos tienden sus brazos de rosa
hacia el sol, bajo el ala negra, y sonríen.

¡Triste el hogar en donde, frente a rostros de padres dolientes,
pálida diosa, vidas nuevas apagas!

Dentro de sus paredes, risas y voces festivas no se oyen,
ni bisbiseos, como en nidos de mayo.

No se oyen los rumores de los años que crecen alegres,
ni de amor cuitas, ni las danzas de boda.

Allí los que perviven, en la sombra envejecen, atentos
siempre a tus pasos; siempre, ¡oh diosa!, esperándote.

Conrado Nalé Roxlo

El 15 de febrero de 1898 nació Conrado Nalé Roxlo en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Reproduzco a continuación dos de sus poemas:

El grillo

Música porque sí, música vana
como la vana música del grillo;
mi corazón eglógico y sencillo
se ha despertado grillo esta mañana.

¿Es este cielo azul de porcelana?
¿Es una copa de oro el espinillo?
¿O es que en mi nueva condición de grillo
veo todo a lo grillo esta mañana?

¡Que bien suena la flauta de la rana!...
Pero no es son de flauta: en un platillo
de vibrante cristal de a dos desgrana

gotas de agua sonora. ¿Qué sencillo
es a quién tiene corazón de grillo
interpretar la vida esta mañana!



Yo quisiera una sombra

Yo quisiera una sombra que no fuera la mía,
la de una antigua espada, la de un fino cristal,
la del pájaro en vuelo o la nube borrosa.
Una sombra, otra sombra, para verla pasar.

Otra voz que no fuera esta voz que traduce
hace más de treinta años el rumor de mi mar,
una voz de campanas o de ríos llorosos…
Otra voz de otro acento para oírla cantar.

Y quisiera los sueños que no soñaré nunca,
la angustia que mi alma no sentirá jamás,
el terror de las fieras en la selva sombría,
la alegría radiosa de la alondra solar.

De ese desconocido que ha cruzado la plaza
los recuerdos más tristes quisiera recordar.
Llenarme de otras vidas, otra luz, otras muertes…
¡No ser este hombre solo frente a la eternidad!

The importance of being Earnest

Vuelvo, tras un retraso de varios días. 

El 14 de febrero de 1895, se estrenó en el Saint James Theatre de Londres The importance of being Earnest, A trivial comedy for serious people, de Oscar Wilde. Un éxito inmediato, la obra se colocó pronto en el gusto popular, donde se ha mantenido por más de un siglo. A pesar de esto, no han sido pocos sus detractores, quienes reprochan a Wilde una superficialidad que les resulta insoportable. A propósito, comparto la crítica que George Bernard Shaw escribió sobre la obra, publicada en el Saturday Review el 23 de febrero de 1895:

It is somewhat surprising to find Mr Oscar Wilde, who does not usually model himself on Mr Henry Arthur Jones, giving his latest play a five-chambered title like The Case of Rebellious Susan. So I suggest with some confidence that The Importance of Being Earnest dates from a period long anterior to Susan. However it may have been retouched immediately before its production, it must certainly have been written before Lady Windermere’s Fan. I do not suppose it to be Mr Wilde’s first play: he is too susceptible to fine art to have begun otherwise than with a strenuous imitation of a great dramatic poem, Greek or Shakespearian; but it was perhaps the first which he designed for practical commercial use at the West End theatres. The evidence of this is abundant. The play has a plot—a gross anachronism; there is a scene between the two girls in the second act quite in the literary style of Mr Gilbert, and almost inhuman enough to have been conceived by him; the humour is adulterated by stock mechanical fun to an extent that absolutely scandalizes one in a play with such an author’s name to it; and the punning title and several of the more farcical passages recall the epoch of the late H.J.Byron. The whole has been varnished, and here and there veneered, by the author of A Woman of no Importance; but the general effect is that of a farcical comedy dating from the seventies, unplayed during that period because it was too clever and too decent, and brought up to date as far as possible by Mr Wilde in his now completely formed style. Such is the impression left by the play on me. But I find other critics, equally entitled to respect, declaring that The Importance of Being Earnest is a strained effort of Mr Wilde’s at ultra-modernity, and that it could never have been written but for the opening up of entirely new paths in drama last year by Arms and the Man. At which I confess to a chuckle.

I cannot say that I greatly cared for The Importance of Being Earnest. It amused me, of course; but unless comedy touches me as well as amuses me, it leaves me with a sense of having wasted my evening. I go to the theatre to be moved to laughter, not to be tickled or bustled into it; and that is why, though I laugh as much as anybody at a farcical comedy, I am out of spirits before the end of the second act, and out of temper before the end of the third, my miserable mechanical laughter intensifying these symptoms at every outburst. If the public ever becomes intelligent enough to know when it is really enjoying itself and when it is not, there will be an end of farcical comedy. Now in The Importance of Being Earnest there is plenty of this rib-tickling: for instance, the lies, the deceptions, the cross purposes, the sham mourning, the christening of the two grown-up men, the muffin eating, and so forth. These could only have been raised from the farcical plane by making them occur to characters who had, like Don Quixote, convinced us of their reality and obtained some hold on our sympathy. But that unfortunate moment of Gilbertism breaks our belief in the humanity of the play. Thus we are thrown back on the force and daintiness of its wit, brought home by an exquisitely grave, natural, and unconscious execution on the part of the actors....On the whole I must decline to accept The Importance of Being Earnest as a day less than ten years old; and I am altogether unable to perceive any uncommon excellence in its presentations.

sábado, 13 de febrero de 2016

Ignacio Manuel Altamirano

Ignacio Manuel Altamirano falleció el 13 de febrero de 1893, a la edad de 58 años. Liberal infatigable, combatió a Santa Anna, peleó en la guerra de Reforma, y defendió a México de la invasión francesa. Tras consolidarse el gobierno de Juárez, realizó una intensa actividad política, que combinó con sus intereses periodísticos y literarios. Comparto el segundo capítulo, "El terror", de su novela El Zarco, cuya vigencia no deja de impresionarme.

El Zarco de Ignacio Manuel Altamirano

Capítulo II: El terror

Apenas acababa de ponerse el sol, un día de agosto de 1861, y ya el pueblo de Yautepec parecía estar envuelto en las sombras de la noche. Tal era el silencio que reinaba en él. Los vecinos, que regularmente en estas bellas horas de la tarde, después de concluir sus tareas diarias, acostumbraban siempre salir a respirar el ambiente fresco de las calles, o a tomar un baño en las pozas y remansos del río o a discurrir por la plaza o por las huertas, en busca de solaz, hoy no se atrevían a traspasar los dinteles de su casa, y por el contrario, antes de que sonara en el campanario de la parroquia el toque de oración, hacían sus provisiones de prisa y se encerraban en sus casas, como si hubiese epidemia, palpitando de terror a cada ruido que oían.
Y es que a esas horas, en aquel tiempo calamitoso, comenzaba para los pueblos en que no había una fuerte guarnición, el peligro de un asalto de bandidos con los horrores consiguientes de matanza, de raptos, de incendio y de exterminio. Los bandidos de la tierra caliente eran sobre todo crueles. Por horrenda e innecesaria que fuere una crueldad, la cometían por instinto, por brutalidad, por el solo deseo de aumentar el terror entre las gentes y divertirse con él.
El carácter de aquellos plateados (tal era el nombre que se daba a los bandidos de esa época) fue una cosa extraordinaria y excepcional, una explosión de vicio, de crueldad y de infamia que no se había visto jamás en México.
Así, pues, el vecindario de Yautepec, como el de todas las poblaciones de la tierra caliente, vivía en esos tiempos siempre medroso, tomando durante el día la precaución de colocar vigías en las torres de sus iglesias, para que diesen aviso oportuno de la llegada de alguna partida de bandoleros a fin de defenderse en la plaza, en alguna altura, o de parapetarse en sus casas. Pero durante la noche, esa precaución era inútil, como también lo era el apostar escuchas o avanzadas en las afueras de la población, pues se habría necesitado ocupar para ello a numerosos vecinos inermes que, aparte del riesgo que corrían de ser sorprendidos, eran insuficientes para vigilar los muchos caminos y veredas que conducían al poblado y que los bandidos conocían perfectamente.
Además, hay que advertir que los plateados contaban siempre con muchos cómplices y emisarios dentro de las poblaciones y de las haciendas, y que las pobres autoridades, acobardadas por falta de elementos de defensa, se veían obligadas, cuando llegaba la ocasión, a entrar en transacciones con ellos, contentándose con ocultarse o con huir para salvar la vida.
Los bandidos, envalentonados en esta situación, fiados en la dificultad que tenia el gobierno para perseguirlos, ocupado como estaba en combatir la guerra civil, se habían organizado en grandes partidas de cien, doscientos y hasta quinientos hombres, y así recorrían impunemente toda la comarca, viviendo sobre el país, imponiendo fuertes contribuciones a las haciendas y a los pueblos, estableciendo por su cuenta peajes en los caminos y poniendo en práctica todos los días, el plagio, es decir, el secuestro de personas, a quienes no soltaban sino mediante un fuerte rescate. Este crimen, que más de una vez ha sembrado el terror en México, fue introducido en nuestro país por el español Cobos, jefe clerical de espantosa nombradía y que pagó al fin sus fechorias en el suplicio.
A veces los plateados establecían un centro de operaciones, una especie de cuartel general, desde donde uno o varios jefes ordenaban los asaltos y los plagios y dirigían cartas a los hacendados y a los vecinos acomodados pidiendo dinero, cartas que era preciso obsequiar so pena de perder la vida sin remedio. Allí también solían tener los escondites en que encerraban a los plagiados, sometiéndolos a los más crueles tormentos.
Por el tiempo de que estamos hablando, ese cuartel general de bandidos se hallaba en Xochimancas, hacienda antigua y arruinada, no lejos de Yautepec y situada a propósito para evitar una sorpresa.
Semejante vecindad hacía que los pueblos y haciendas del distrito de Yautepec se encontrasen por aquella época bajo la presión de un terror constante.
De manera que así se explica el silencio lúgubre que reinaba en Yautepec en esa tarde de un día de agosto y cuando todo incitaba al movimiento y a la sociabilidad, no habiendo llovido, como sucedía con frecuencia en este tiempo de aguas, ni presentado el cielo aspecto alguno amenazador. Al contrario, la atmósfera estaba limpia y serena; allá en los picos de la sierra de Tepoztlán, se agrupaban algunas nubes teñidas todavía con algunos reflejos violáceos; más allá de los extensos campos de caña que comenzaban a oscurecerse, y de las sombrías masas de verdura y de piedra que señalaban las haciendas, sobre las lejanas ondulaciones de las montañas, comenzaba a aparecer tenue y vaga la luz de la luna, que estaba en su llena.

viernes, 12 de febrero de 2016

Julio Cortázar

Hace treinta y dos años, el 12 de febrero de 1984, murió Julio Cortázar. Comparto en esta ocasión su cuento Axolotl, uno de mis favoritos personales más tempranos.

Axolotl de Julio Cortázar


    Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

    El azar me llevo hasta ellos una mañana de primavera en que París habría su cola de pavorreal después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port-Royal, tomé St. Marcel y L'Hópital, vi los verdes entre tanto gris y me acorde de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quede una hora mirándolos y salí, incapaz de otra cosa.

    En la biblioteca Sainte-Geneviéve consulte un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Qué eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los periodos de sequía y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

    No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto, por que desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua . Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo de acuario. Había nueve ejemplares, y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una, situada a la derecha y algo separada de las otras, para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como traslúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara. Un rostro inexpresivo sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente, carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y lo inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendidura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias, supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, pelea, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

    Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadas con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaces de evadirse de ese sopor mineral en que pasaban horas enteras. Sus ojos, sobre todo, me obsesionaban. Al lado de ellos, en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía, inquieto) buscaba ver los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras; jamás se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándose desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

    Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por última vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojillos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

    Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imagine conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un menaje: "Sálvanos, sálvanos". Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome, inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos; había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿ qué imagen esperaba su hora ?.

    Les temía. Creo que no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. "Usted se los come con los ojos", me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos, en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía más que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

    Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana, al inclinarme sobre el acuario, el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía muy de cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

    Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera, mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía , sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

    Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente, Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo, por que lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo- y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl, piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

jueves, 11 de febrero de 2016

Antonio Laiseca

Un 11 de febrero como hoy, pero de 1941, nació en Rosario, Argentina, Alberto Laiseca. A continuación reproducimos (por supuesto, sin ningún fin económico) su alucinante cuento La cabeza de mi padre.

La cabeza de mi padre de Antonio Laiseca

¿Por qué estoy aquí? Yo no sé por qué estoy aquí, ni quién es toda esta gente, no puedo entender nada, el personal directivo está vestido de blanco, nosotros con piyamas grises, sé perfectamente que esto es un manicomio, pero no es mi lugar, yo no estoy loco. Ahora, en verdad no sé por qué hice lo que hice, pero eso no quiere decir que esté loco. Lo quería mucho a mi padre, creo que mejor padre no puede tener un hijo que el que yo tuve, era como un gigante de cinco metros de altura, un genio, como un Dios, por tener el padre que tenía era realmente privilegiado, privilegiado…
Vivíamos juntos, yo solo con papá, desde que murió mamá cuando era muy chico, él me daba consejos, muy buenos consejos, era un verdadero padre, daba muy buenos consejos, lástima que yo no podía seguir ni uno, él por ejemplo me decía pero con justa razón:
 -¡Oye infeliz!, ya es hora de que estudies o trabajes que ya tienes 20 años, que no puedes seguir viviendo a costillas de tu padre toda la vida.
 Tenía razón papá, tenía toda la razón.
 -¡Oye!, otros chavales andan detrás de las chavalas, pero no tú, tú te quedas acá todo el día, así nunca me vas a dar un nieto, ya tienes 20 años, eres grande.
 Él tenía razón, papá siempre tenía razón, era un genio, todo, todo sabía, yo le quería decir a la muchacha, no me animaba a decírselo, pero cómo voy a hacer para acercármele, hay que conmoverlas, yo no sé cómo conmover a una mujer, si tú a una mujer no la conmueves nunca va a andar contigo por más joven y lindo que seas, y qué las voy a conmover yo que soy un yeso, así, todo apretado, duro, siempre mirando a las chavalas con ojos de huevo frito, si soy un infeliz, les tengo miedo, ¿ustedes no se sienten inseguros?, ¿no? Yo sí, toda la vida.
 Papá hacía la comida, era muy buen cocinero, yo no sé ni preparar un huevo frito, yo quise aprender cuando era chico, pero papá se reía de mí y me decía:
 -¡Eeeh!, ¡esto no es pa’ ti! La cocina es una cosa de artistas, tú no tienes talento pa’ esto, anda, anda, ¡ve y lava los platos!
 Eso sí, les voy a decir una cosa eh, soy muy buen carpintero, porque buen carpintero sí que soy, muy buen carpintero. En casa, en mis ratos libres, que eran los más, pues hacía mesitas, juguetes, sillas y todo muy perfecto, eso lo enojaba mucho a papá, decía:
 -¡Tú sí eres bueno pa’ hacer pamplinas!, ya que eres bueno pa’ hacer pamplinas, ¿por qué no te empleas en una carpintería? Así traerías un poco de dinero a casa, ¡pero no!, a ti ni se te ocurre, ¡ni se te ocurre!
 Yo me reía porque es algo que me pasa cuando me dan consejos y yo ya había pensado en emplearme en una carpintería, pero bastó que papá me dijese que me empleara en una carpintería para que se me fuesen las ganas, jaja, no sé por qué soy así, se me fueron las ganas.
 Yo soy un misterio, incluso para mí mismo, un misterio muy aburrido la verdad, pero misterio al fin, no sé por qué hice lo que hice, pero no estoy loco. Fue ahí donde empecé a pensar en la ballesta, ¿ustedes saben qué es una ballesta? Sirve para tirar flechas, es como un fusil pero sin pólvora, tira flechas con más precisión y más fuerza que un arco.
 Yo así en un paseíto que di, vi en una armería que había una ballesta, entré, le pedí al dueño que me la mostrara, la tuve en mis manos y en seguida comprendí el mecanismo, me fui a casa y ahí me fabriqué yo una, con maderas y bronce, soy muy buen carpintero. La probaba en el patio, a 10 metros la agarraba a tiros, entonces como siempre todos los días estábamos igual, a comer y después de comer, yo hacía como que me iba a mi cuarto para hacer cosas y él protestaba que “¡ah!, éste que no lava los platos en seguida después de comer, siempre dejando las cosas a lo último”, estaba refunfuñando mi apá y yo volvía a punta de pie a mi cuarto y le apuntaba con la ballesta, no le iba a tirar, ¿cómo le voy a tirar a mi padre?, ¡pues no!, a mi padre no le voy a tirar, pero me excitaba apuntarle a la cabeza con una flecha puesta, ¿cómo le iba a tirar?
 Hasta que una tarde, fue un día igual que cualquier otro, él me daba más y mejores consejos que nunca, y no sé por qué le dio por hablar de la Dolores, me dijo:
 -¡Oye!, a ti la Dolores te mira mucho, ¿qué esperás para ir y enamorarla?, así me darías un nieto.
 La Dolores es una muchacha de acá a la vuelta, es a la que a mí me hubiera gustado acercármele, claro que hubiera tenido hijos con ella, entonces, francamente cuando me dijo eso, ahí se me fueron las ganas de comer, le dije a papá que no tenía más hambre y me fui a mi cuarto y volví con la ballesta, como otras veces él estaba rezongando como siempre:
 -¡Eh!, este que no lava los cacharros en seguida después de comer, siempre dejando las cosas pa’ lo último.
 Estaba refunfuñando papá, y ahí sí apreté el gatillo, la flecha que tenía puntas de plomo pues yo les hice puntas de plomo, le entró en la nuca y cayó al piso sin ningún gemido, con convulsión… convulsión… no lo podía creer, yo creí que papá iba a vivir para siempre porque un hombre tan alto de cinco metros de altura, una mísera flecha no le puede hacer nada a papá, ¡pues no!, le entró como si fuera una bala.
 Me acerqué y vi que todavía estaba vivo, entonces le tiré otras cuatro flechas más en la cabeza, la primera no, la primera sentí una especie de odio y amor, o yo qué sé y no sé por qué, pero las otras cuatro no, las otras cuatro sí lo hice por caridad, por piedad, para que no sufra, para que no sufra, claro.
  Entonces me di cuenta que algo no estaba bien, me fui a mi cuarto y traje una almohada, le quité la flecha de la nuca que era la primera, la que había traído tol incordio, y lo puse a reposar, las otras 4 flechas no se las saqué, tenía como una corona de espinas, y es lo lógico porque para un padre tener un hijo como yo era una verdadera cruz, ¡eso es cierto!, por eso me sorprendió lo que me preguntó la policía, que por qué había hecho una cosa tan rara de sacarle la flecha de atrás y ponerlo boca arriba, pues para que repose, para que esté tranquilo, para que esté más cómodo, para eso lo hice.
 Ya hace 10 años que me han traído a este lugar, y no comprendo por qué, la verdad, yo siempre quise a mi padre, me daba tan buenos consejos. La cabeza de mi padre, siempre admiré a la cabeza de mi padre, el centro de todo su poder, la cabeza de un genio, la cabeza de un rey, la cabeza de un Dios.

Rubén Darío

Rubén Darío nació en Metapa (hoy Ciudad Darío), Nicaragüa, el 18 de enero de 1867, y murió en León, ciudad del mismo país, el 6 de febrero de 1916. Cien años y unos días después, comparto este poema suyo, aparecido en Cantos de vida y esperanza de 1905:


LO FATAL
                                  A René Pérez 

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...


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